Ella sentada en un rincón,
esperando. Él en una esquina, echado con la mirada fija. Ella no lo sabe, él
tampoco. Ambos se encontrarán en aproximadamente dos minutos, ella lo mirará
con toda el alma y él con todo el corazón; un corazón de chico, imperante y
nervioso… Ella no lo sabe aún pero le amará toda la vida, los diecisiete años
que le quedan. Él aunque lo sospecha, teme que nunca en su vida, sesenta y dos
años, encuentre a alguien como ella. Ella, linda, tímida y valiente. Él, seguro
y preocupado, ansioso. Ambos juntos: perfectos, con peculiaridades tan extrañas
que se hacen exquisitas. En esa mirada se contaron una vida, hallaron los
planos de un ladrón de banco… Tomaron la
llave y le hicieron copia, encima les quedó tiempo para ir a un café a planear
el resto, en ese momento lo supieron: La vida no sería igual, no sería perfecta
pero tampoco importaba.
Esa mirada también les enseñó
que no siempre las cosas pasan porque pasan, a veces es el destino, que aunque
escondido, sabe todo y espera. Espera a que dos extraños totalmente
inadvertidos, encantados de una vida que recién empiezan, se crucen y hablen.
Pero espera, no interviene. ¿Será que esa mirada y ese deseo puedan más que la
prudencia y el miedo? El miedo a equivocarse intentando… a quedar mal parado.
Ella seria, lo invita con sus
ojos. Le pide que actúe. Él sonríe, la
mira y hace absolutamente nada. Los dos esperan, el destino también… Nada, no
pasa nada. Ella siente que su corazón está a punto de salir de su pecho y, con
tristeza, sabe que nunca más regresará. Él, con esperanza, sabe que volverá,
algún día… él verá la forma de hacerlo. El destino solloza, sabe que no lo
harán, que ese momento quedará, sí en sus mentes, en sus sueños, pero que
tristemente no volverá. El destino sabe más.